sábado, 5 de marzo de 2011

Granada (y 2)

Sé que es un cliché pensar que cuando me hospedé en el Parador de Granada, en una de sus habitaciones, durmiendo en una de sus camas, inevitablemente vino a mi mente la idea de que hacia atrás en el tiempo otras muchas personas lo hicieron pero en circunstancias muy diferentes. Teniendo en cuenta que por allí pasaron culturas, estamentos, ejércitos y paisanos de lo más variopinto y que, en el futuro, habrá de añadir a los turistas.

Y es que el Convento de San Francisco fue la primera cuña cristiana tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos. Pero antes que ellos, allí edificaron, diseñaron y soñaron los nazaríes, dejando un regalo para la Historia que tenemos la fortuna de poder disfrutar.

Cuando Boabdil rindió Granada, los Reyes Católicos entregaron el palacio a los franciscanos, que lo convirtieron en convento, pero éstos eran tan pobres que sólo podían pedir limosna a otros pobres, con lo que el edifico fue arruinándose poco a poco. Hay fotos en el recorrido del Parador que dan fe de tal hecho. Estuvo a punto de ser demolido, pero un ingeniero, del que no recuerdo el nombre, se plantó allí con sus planes y su voluntad y pudo rescatar y embellecer de nuevo el convento, respetando la mayoría de lo que consideró imprescindible.

Hay que tener en cuenta que el convento primero fue palacio, pero también fue cuartel, almacén de artillería, casa de pobres de solemnidad, hospital durante la guerra civil, residencia de pintores hasta que en el año 1945 se convirtió en Parador de Turismo.

Así que, retomando la idea con la que comencé el artículo, pensar que allí durmieron sultanes, altos funcionarios, odaliscas, reyes, soldados, capitanes, frailes, enfermos, mendicantes, pintores, poetas, bandoleros y ahora, turistas, no deja de ser inevitable y, por otro lado, una idea apasionante.

Hay una placa en el claustro superior en la que se recogen en breves líneas la impresión que el lugar creo en varios escritores universales y que os recomiendo que leáis, pues ellos mejor que nadie consiguieron plasmas una emoción tan fuerte en palabras. Yo, por supuesto, no me considero capaz y eso que me considero escritor, pero no me siento a la altura. Me salen frases rimbombantes, totalmente cursis e inaceptables. En cambio ellos, Lorca, Machado, Irving y otros muchos, lo hicieron con la sencillez del que domina la palabra y, al leerlos, sólo podemos exclamar: "es verdad lo que dicen".

miércoles, 2 de marzo de 2011

Granada

Desde las Navidades, que nos regalaron una estancia en el Parador de Granada, estábamos ansiosos por encontrar ese fin de semana propicio para disfrutar del regalo. Tras un intento infructuoso hace unas semanas, cuando el coche a mitad de camino entre Madrid y Granada decidió averiarse, por fin llegó el gran día.

El sábado hacía un día espléndido, con un sol radiante y 17 ó 18 grados que invitaban a anticipar la primavera.

Y nada más llegar, ya se siente uno especial. Seguimos las indicaciones hacia la Alhambra y nos topamos con el enorme parking donde aparcan quienes van a visitar el fabuloso monumento, pero dejamos a todos los visitantes a la derecha y seguimos con nuestro vehículo adelante por una estrecha calle. Tiendas de recuerdos y hoteles y, de pronto, un desvió a la derecha indica al Parador. Lo tomamos y paramos ante una barrera. Un vigilante de seguridad nos pregunta y le contestamos, no sin cierto orgullo, "vamos al Parador". Comprueba que tenemos la reserva y levanta la barrera. A partir de aquí somos unos auténticos privilegiados.

Serpenteamos por el camino, doblamos a la derecha después de pasar una torre y atravesamos un pequeño pórtico junto al que, modestamente un cartelito dice "Alhambra", un cartel de una sencillez que conmueve al pensar lo que realmente supone esa mágica palabra. Estamos dentro, subimos muy despacio pues hay mucha gente que nos mira con curiosidad, ya que todos ellos van andando y llegamos hasta la puerta del Parador. Llamo al timbre de la entrada del aparcamiento, nos abren y, antes de salir del coche, ya nos espera un empleado del hotel que es todo amabilidad y simpatía. Nos toma las maletas y se queda con las llaves del coche. Lo aparcará después. Bueno, más que aparcar, lo que hará será jugar al tetris con los coches en el reducido espacio.

Papeleo, firmas, y llave. Entramos en la habitación y nos encanta. Quién diría que de un exterior de convento pueden deducirse unas habitaciones con tal nivel de confort y modernidad. Todo un lujo. Era la hora de comer y el mismo recepcionista nos reservó una mesa en el comedor. También te gestionan las entradas para entrar en La Alhambra, si se desea. No hace falta que entre en detalles sobre la calidad de la comida, ¿o sí? Yo me pedí el menú nazarí y me chupé los dedos sin vergüenza alguna. Mi mujer una crema de calabaza y pulpo, lo mismo. Y los postres, aún mejores.

El resto de la tarde lo pasamos en Granada, recordando viejos tiempos pues hacía catorce años que vivimos en tan hermosa ciudad. Nos reencontramos con el mismo cine al que solíamos ir y que nada ha cambiado desde entonces. Ahora tiene un aspecto cutre, pero entonces era lo que había. Entramos y vimos "El cisne negro", un peliculón. Después, dimos un paseo y acabamos cenando unas tapas en "Las Cuevas", donde sirven unas cocretas de bacalao gigantescas y riquísimas. Un nuevo paseo hacia el Parador, con una cuesta arriba ideal para bajar la cena y de nuevo en el Parador que, de noche, no pierde ninguna de sus sugerentes estampas.

La mañana siguiente la dedicamos al Parador, que desde hace unos meses ha sido convertido también en museo. Tienen un itinerario perfectamente señalado y explicado que es una delicia y permite visitar unos rincones de ensueño, además de gozar de unas vistas sobre la Alhambra impresionantes desde unos jardines que, en su día, fueron diseñados siguiendo las descripciones que el Corán hacía del Paraíso. ¿Cómo no van a ser fantásticos? Es difícil emplear calificativos para describir los paisajes que nos llenaban los ojos. Si acaso decir que uno no querría marcharse nunca de allí. Descubrir que cuantos pasan por ese entorno quedan cautivados, hechizados, maravillados. No es de extrañar que cuantos escritores, poetas, pintores, artistas en general cayeron bajo su embrujo, compusieran obras de enorme calidad inspirados por la luz, el susurro del agua de las fuentes, el horizonte del Albaicín, los arañazos cariñosos de los campanarios al cielo y el caminar por los suntuosos jardines de La Alhambra.

Mucho se ha escrito con enorme sensibilidad y arte sobre un lugar impresionante y no voy a ser yo quién compita por alcanzar semejantes cotas, no aspiro a tanto, pero de algo no tengo la menor duda, tanto mi mujer como yo, nos marchamos enmudecidos primero y pletóricos después cuando planeábamos cuando volver a La Alhambra y a su Parador.

viernes, 26 de noviembre de 2010

¿Cómo saber...

si el viaje mereció la pena? Para mí, la respuesta está clara: si las emociones me ambargan al terminar la travesía e impiden que organice mis ideas al respecto, tiñéndolas de tanto color emocional que ni puedo describirlas, entonces, el viaje mereció la pena.

Me sucedió en Estados Unidos, fundamentalmente en Las Vegas y en Nueva York; también, y muy fuertemente, en Auschwitz, Polonia, y, por supuesto, en Egipto.

Evidentemente, vistos los ejemplos, las emociones no tienen que ser del todo positivas, tales como el asombro, la curiosidad saciada o la felicidad por la aventura superada. También pueden ser el dolor profundo, la angustia y la desesperanza. En cualquier caso, son emociones muy intensas que afirman la vitalidad de la existencia que un viajero reconoce en sus viajes.

Es "quedarte sin palabras" lo que mejor describe la idea. Una frase horrible para un escritor. Sólo el tiempo permite que las palabras lleguen a la boca o a la pluma y que muestren a otros, con mayor o menor acierto, las emociones que semejantes lugares me han provocado.

Por lo tanto, el viaje a Egipto, viendo todo lo que he tardado en escribir su crónica, ha sido uno de esos que merece la pena realizar, un lugar que hay que descubrir levantando con tus propias manos el telón de su realidad para que el verdadero Egipto penetre en todos los sentidos. Y, si es posible, regresar.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Combate cuerpo a cuerpo

Me habían avisado pero se quedaron cortos. El asedio era constante. En cuanto pisaba tierra firme, las hordas se abalanzaban sobre mí con sus mercancías y sus estrategias agresivas de marketing. Me cortaban el paso, me rodeaban entre varios, me tocaban... invadían mi espacio
vital sin haber sido invitados, con sus pasminas, sus bustos de Nefertiti y sus escarabajos de la suerte. Me sentía intimidado, coaccionado, preso de una febril invasión de la que apenas podía librarme.

-¡Sólo mirar! ¡No agobia! -repetían ellos su cantinela mentirosa.

Yo quería escapar porque les odiaba. Se me hinchaban las venas del cuello y se me dilataban los ojales de la nariz. Necesitaba más sangre y más oxígeno para el combate.

-¡Pasa aquí, yo engaño poco! -reconocían otros y su desfachatez me soliviantaba.

Me sentía como Leónidas contra el ejército persa pero miraba detrás mío y no veía a los 300 espartanos.

Sin embargo, con ignorarles, con un "no, gracias", con un hábil movimiento de cintura, era suficiente para lograr la victoria, aunque yo sentía que si me paraba, el combate cuerpo a cuerpo tendría que ser, inevitablemente, a muerte.

Sin duda exagero, que no es para tanto, aunque en el terreno, sobre la arena de la lucha, al bajar del autobús, al salir del templo, al anticipar el griterío de los combatientes, se me antojaba una pelea despiadada por sobrevivir en un medio hostil y desconocido.

Regatear se convertía en una lucha titánica en la que, vencedor o no, había peleado hasta la extenuación para ahorrarme... dos euros. Después, me sentía ridículo, aun más porque, fuese cual fuese el precio final pagado, siempre me marchaba con la certeza de haber sido timado.

En el fondo, creo, que todo se reducía a una cuestión de autoestima.

De todo esto no tengo pruebas fotográficas. En mi piel no se marcó cicatriz alguna. Éramos actores y yo no supe interpretar mi papel. Una sonrisa habría bastado para ahorrarme mis berrinches. Aun así, sólo de recordar las refriegas se me encienden las bilis y se me afila la mirada. Brrrrr.

La hazaña de la UNESCO

El barco se desliza con suavidad alejándose de las piedras a las que estuvo amarrado. Los cuervos nos revolotean con su mal augurio por mí ignorado y, por lo tanto, inofensivo, testigos de nuestro paso. Las aguas del lago Nasser reflejan los rayos del dios Ra y, más allá, el desierto nos abraza.

Abandonadas quedan en la orilla, comidas sus orugas por el lago y el óxido, las grúas que salvaron los templos de la inundiación que supondría la construcción de la presa de Asuán.

Fue un esfuerzo colosal de la UNESCO, que movió templos enteros, de dimensiones fabulosas, para salvar la Historia de todos, lo que demuestra, una vez más, que cuando el ser humano quiere, es capaz de, unido, lograr grandes hazañas. ¿Llegará un día en que tanto esfuerzo, tanta memoria, sea destruida y sólo el viento que recoge las arenas sea el visitante del olvido?

Navego por las plácidas aguas del lago, de templo en templo, pisando las mismas piedras que aquellos que las levantaron, bajo el mismo sol, y me siento inmortal pues otro viajero seguirá mis pasos y tendrá los mismos pensamientos mientras en sus pupilas se refleje el mismo paisaje y el mismo aire cálido sonroje sus mejillas.

Lugares sagrados para ellos, los antiguos, que les prometían y auguraban el tránsito a una nueva vida mejor; lugares sagrados para nosotros, los actuales, que nos recuerdan que ese anhelo de una vida mejor es lo que impulsa a los pueblos a levantarse cada amanecer hasta la llegada del ocaso y cuyo intermedio se alimenta de deseos y promesas de felicidad, de sudores y fracasos, de sonrisas y esperanzas, de fe y de razón... de sueños.

Un paisaje ocre e inmóvil que invita a meditar, que me sitúa en el espacio y en el tiempo y confunde ambos. Majestusoso es su silencio. Observa mi transcurrir minúsculo y en grande lo transforma y me siento hermoso cachorro humano al admirar la obra de los antiguos, cuya sangre, de algún modo, biológico o fantástico, corre también por mis venas.

Su altiva mudez no es silencio sino la grave y conmovedora voz del cuenta cuentos inmortal.

En el vuelo de regreso

Vuelo sobre el Mar Nuestro que apenas vislumbro tras una gruesa capa de nubes, otro mar cambiante, multiforme y etéreo. ¿Por qué pienso que es como la vida?
Entre ellas se abre algún claro tenaz para mostrarme la blanca línea de la estela de un navío, otro ritmo, otro suceder, otro tiempo que transcurre de otro modo, otro ir de aquí a allá. ¿Por qué pienso que es como la vida?

Sé dónde estoy en este microcosmos, asiento 23 K de un avión de Egiptair, que se desplaza a 800 km. por hora por el cielo a once mil metros de altitud y a mil kilómetros de Madrid, ciudad destino. Sé dónde no estoy en este microcosmos, pues los datos anteriores, en lo que me llevó escribir estas líneas, han cambiado. ¿Por qué pienso que es como la vida?

Abu Simbel

Mi mujer está sentada en una tumbona en la cubierta del barco, navegando en plácida travesía por el lago Nasser. Veo su perfil y es inevitable pensar en la elegante esfinge que, aunque inmóvil, todo parece verlo: este brumoso cielo azul, la cercana línea del rocoso desierto, el intenso gris de las aguas del lago y el inminente descubrimiento personal de Abu Simbel.

Las páginas que ella lee, ambientadas en un momento concreto de la Historia de Brasil, se hermanan con las páginas que contemplo con mis ojos en mi correspondiente punto histórico de Egipto. Así, el globo terráqueo se confunde, se funde y se convierte en lo que no debe dejar de ser nunca: unidad... verdad.

El inicio de la travesía, de un viaje, no atrae con tanto poder como la llegada al destino, el momento culminante y espectacular. El fin es el atributo; el comienzo es la anécdota, aunque sin viaje esos dos momentos no existirían.

A lo lejos se adivina, en una mancha más clara del horizonte lo que promete ser una formidable sorpresa. Y resulta ser una promesa incumplida porque "formidable sorpresa" no alcanza a describir la majestad del encuentro con Abu Simbel.