viernes, 4 de septiembre de 2009

Praga

Estuve en Praga.

Y me llevé una gran desilusión. Quizá, las expectativas eran muy elevadas, tan fabulosa me la habían pintado voces amigas. Sí me pareció una ciudad preciosa, de eso no me cabe ninguna duda, pero no sufrí el impacto que esperaba.

Intentando no ser injusto con esta bella ciudad, hubo momentos en que me sentí en un parque temático del neoclasicismo. Todo en la ciudad está orientado hacia el turista, subespecie humana cultural que en agosto había proliferado en la capital checa hasta niveles agobiantes.

Podemos contemplar hermosos edificios, admirar diferentes torres, el famoso reloj astronómico, recapacitar en la Plaza de San Wenceslao (recordad la Primavera de Mayo y los tanques soviéticos), pisar el puente de San Carlos (si nos dejan los turistas) o visitar el castillo que, en realidad, es un palacio.

Hay que tener cuidado con las carteras y no sólo por los cacos. Un café capuchino cuesta cinco euros en cualquier terraza. Pero la cerveza es de primera, todo sea dicho.

Resulta muy interesante su barrio judío, aunque quedan pocos restos y muy ilustrativo su peculiar Teatro Negro, virtuoso espectáculo mediante sombras, con el que en su día burlaban la censura soviética.





En definitiva, me sentí satisfecho por haber visitado tan afamada ciudad. No fue lo que esperaba, pero nada debe ser desdeñado si ha entrado por los sentidos y el cerebro lo ha triturado. Cualquier viaje enriquece y éste no lo hace menos. Es fundamental, llevar una buena guía que nos explique qué vemos y el porqué de tanta historia, pero, entre nosotros, me gustó más Brujas.


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