Me habían avisado pero se quedaron cortos. El asedio era constante. En cuanto pisaba tierra firme, las hordas se abalanzaban sobre mí con sus mercancías y sus estrategias agresivas de marketing. Me cortaban el paso, me rodeaban entre varios, me tocaban... invadían mi espacio
vital sin haber sido invitados, con sus pasminas, sus bustos de Nefertiti y sus escarabajos de la suerte. Me sentía intimidado, coaccionado, preso de una febril invasión de la que apenas podía librarme.-¡Sólo mirar! ¡No agobia! -repetían ellos su cantinela mentirosa.
Yo quería escapar porque les odiaba. Se me hinchaban las venas del cuello y se me dilataban los ojales de la nariz. Necesitaba más sangre y más oxígeno para el combate.
Me sentía como Leónidas contra el ejército persa pero miraba detrás mío y no veía a los 300 espartanos.
Sin embargo, con ignorarles, con un "no, gracias", con un hábil movimiento de cintura, era suficiente para lograr la victoria, aunque yo sentía que si me paraba, el combate cuerpo a cuerpo tendría que ser, inevitablemente, a muerte.
Sin duda exagero, que no es para tanto, aunque en el terreno, sobre la arena de la lucha, al bajar del autobús, al salir del templo, al anticipar el griterío de los combatientes, se me antojaba una pelea despiadada por sobrevivir en un medio hostil y desconocido.
Regatear se convertía en una lucha titánica en la que, vencedor o no, había peleado hasta la extenuación para ahorrarme... dos euros. Después, me sentía ridículo, aun más porque, fuese cual fuese el precio final pagado, siempre me marchaba con la certeza de haber sido timado.
En el fondo, creo, que todo se reducía a una cuestión de autoestima.
De todo esto no tengo pruebas fotográficas. En mi piel no se marcó cicatriz alguna. Éramos actores y yo no supe interpretar mi papel. Una sonrisa habría bastado para ahorrarme mis berrinches. Aun así, sólo de recordar las refriegas se me encienden las bilis y se me afila la mirada. Brrrrr.
No hay comentarios:
Publicar un comentario