Jamás y en ningún lugar había visto tantas sillas solas... en la calle. De plástico, fundamentalmente, pero también de hierro, de mimbre, de dirección, de todo tipo. Eso sí, la inmensa mayoría desvencijadas, amputadas y maltrechas, aunque incómodamente operativas, funcionales, convalecientes de sus múltiples afecciones anatómicas.
Están en la calle y no precisamente formando parte de la escrupulosa formación militar de una deliciosa terraza de restaurante a cielo abierto. No, son sillas solitarias. Las he visto en mitad del desierto, en garitas de soldados, en las esquinas de todas las calles, en las entradas y salidas de los edificios, en medio de un patio o de un pasillo. Por doquiera que mire, se encuentra una silla.
Su función es la propia de una silla, dar apoyo y sostén al cansado, pero en Egipto, además, sirven al Gran Hermano vigilante, porque allí siempre hay alguien vigilando. De uniforme o de paisano, policía o espía, curioso o cotillo.
No son sillas para dar reposo al caminate, entre otras cosas porque su deprimido aspecto material desaconsejaría tan solidaria función. Son el aviso perenne de que en Egipto, donde las patas de una silla, y a veces también el asiento, llegan hasta el suelo, alguien vigila, alguien sabe de ti y de mí, sigue nuestros pasos con la mirada y nos ve perdernos en la distancia, sabedor de que, poco más allá, habrá otra silla y otro vigilante, otra silla y otro vigilante, otra silla y otro...
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